Autor: José Luis Flores
Categoría: Infancia
La
historia de la casa es la historia de todos nosotros. Eso dice mi
mami. Antes yo no entendía, antes yo era chico, antes yo me reía
más, antes yo creía en lugares y en cosas. Hoy es la noche de mi
cumpleaños y debo entender, me quedan pocas horas para entenderlo
todo y salvarlos.
Lo
he visto escrito, lo he escuchado de la boca de las viejas secas
cuando hablaban en la cocina. Tantas versiones, pero yo he
descubierto mi verdad. La que ahora se derrama sobre mis ojos, se me
sale como un vómito limpio, una verdad que muy feliz vuelvo a tragar
por la nariz.
Lo
llamaron Ruido
Blanco, no
tengo idea porque, si no sonaba, pero hacía que todos cambiaran, los
grandes, los chicos. Sobre todo los hijos que levantaron sus manos en
contra sus padres. Se volvieron desobedientes, irrespetuosos de sus
cuerpos, de sus vidas. Mi papá bueno dice que las ciudades vibraban
de miedo. Que fue por eso días que los ángeles comenzaron a morir,
que se les podía ver cayendo desde el cielo, en la acera, como
mariposas agónicas boqueaban por un poco de aire limpio. Ya no
quedaba nada que no estuviese tocado por el diablo.
Los
niños marcharon contra los adultos que los cuidaban, tenían hambre
de su carne, de su sangre. No lo hacían por odio o rabia, no, lo
hacían solamente porque le habían dado la espalda a Dios.
Algunas
familias jugaron a que nada pasaba, siguieron con sus pequeñas
vidas, ignorando el infierno que los cruzaba, que aparecía en la
televisión 1985 había llegado, el último año de los humanos sobre
la tierra. Mi mamá vivía en una de esas familias ciegas, basta con
decir que ni mis abuelos sabían que tan perdida estaba ella.
Estudiaba con otros, vivía con otros, compartía su cuerpo con
otros, todos infectados. Esto fue antes de que ella aprendiera, mi
papá debía enseñarle, pero no iba a ser tan sencillo.
Papá
Malo ya la conocía, era mayor que ella, pero no mucho. Había
comenzado su labor de corrupción sobre ella. Abrazaba sus muslos
blancos y tomaba agua de su cintura. Le habían prohibido ver a ese
hombre, a ese peligroso demonio que quería infectarla, corromperla
hasta dejarla como esos muertos que ahora se ven caminando vacíos
por la carretera. Papá Bueno observaba, acechaba, esperando el
minuto exacto para salvarlos.
Aquí
la historia se confunde, nadie sabe contarla de verdad. No me gustan
las mentiras, hacen que mi trabajo sea más complicado. Pero lo bueno
de la verdad es que siempre termina por transpirarse y se huele.
Mi
mami tenía quince años cuando fue salvada, como dije antes, era
1985 y ella volvía a vivir. Fue mi Papá Bueno el que los sacó a
los dos de ese pecado en que se bañaban. El dice que pasaban
desnudos como animales, comiendo los desperdicios que les tiraba
Lucifer. Así me crearon a mí, por eso soy medio diablo, supongo que
por eso me temen.
Papá
Malo no quería esto para nosotros, pero fue cediendo y Papá Bueno
supo cómo hacerlos vivir a todos felices, pero separados. Llevó a
la niña Miriam a un departamento aislado, ahí nada ni nadie la
vería, ahí la que sería mi mamá se volvería pura. En ese frío
lugar solo había una pieza, una cama y un closet, ahí dormía yo
cuando uno de mis papás estaba de visita. Ahí dicen que supe nacer.
Era 1985, y al igual que mi madre antes que yo, estaba llevando la
contra a las reglas de mi gente, estaba naciendo cuando la ley
dictaba morir. Cumplí tres años en ese lugar, mi mundo brillaba en
blanco, con la luz de una sola ampolleta que era cambiada en todos
esos momentos en que yo parecía dormir y lo hacía mucho, incluso
más que ahora.
Cuando estaba por cumplir
cuatro vinieron los otros sobrevivientes, nos dijeron lo que le había
pasado a Papá Malo, que se había transformado en una bestia, en un
muerto andante. Nos dijeron de la fe que Papá Bueno profesaba. Nos
dijeron que habían domesticado una gran casa para nosotros, que
enfermos y ancianos serían muy felices ahí.
La
Casa, antes se llamaba Hospital, pero le cambiamos el nombre, le
quitamos su olor a alcohol y gente que se pudre. Usamos los
pabellones como piezas colectivas, para todos, menos para mí. Yo el
niño, medio santo, medio demonio, debía quedarse en su propio
espacio. Nadie más tendría privacidad, excepto yo que no la
necesitaba. Me transformé en el habitante de la palomera. Era 1985,
por supuesto, igual que hoy.
Sé
de las buenas intenciones de mi Papá Bueno. Sé del amor de sus
exorcismos, sé de cómo amaría haber sido mi único padre y como yo
deseo que lo sea. Pero incluso desde esta entrega incondicional que
siento por él, veo su error, veo su falta y su desesperación.
El
ruido blanco se silenció hace unos meses, el miedo quedó, pero es
tiempo de otras voces. Es de noche, todos callan, la máquina ha
comenzado a cantar. Abro mis ojos y me limpió de todo pensamiento.