Categoría: Infancia
Con
dolor siento que el día de mi cumpleaños se extingue. García sigue
durmiendo, yo sigo colgado de su brazo. Todo me dice que algo he
hecho mal, que algo no está resultando. Pienso en mis pasos, en esas
cosas que no entiendo, pero sobre todo repaso mis planes una y otra
vez en mi cabeza, hasta que la canción no me deja tranquilo. ¿Cómo
es posible esto?
Respiro,
siento un escozor en mi piel, en mi espalda, en mi estómago. Me
rasco, al principio suave, sólo quiero sacarme lo que se ha
transformado en una picazón. Algo anda ahí abajo en mi piel, son
gusanos, quizás me los comí en el almuerzo. Rasco más fuerte. Mi
piel se irrita, en algunas partes se adhiere a mis uñas. No siento
el dolor hasta un rato más. Aquella cosa bajo mi piel se detiene.
La
música se hace más fuerte. Cada quiebre, cada acorde me dice algo,
es el verdadero llamado a los ángeles ¿Por qué nadie más oye
esto? Subo las escaleras, me detengo en el descanso.
Me concentro en los demás, en mi mami,
pero no escucho, no veo, ni siento a nadie. Estoy solo y quiero
llorar. Me quedo ahí, a medio camino de todo esperando. Quiero
dormirme pero no puedo. Lo entiendo la máquina me ha separado del
mundo. ¿Cómo es eso posible?
Tengo
frío y esa sensación aumenta cuando escucho el primer golpe. Es la
puerta, alguien quiere entrar. El golpe vuelve. Quiero levantarme,
buscar refugio en mi pieza, pero soy muy cobarde, incluso para eso.
Me quedo esperando un rescate que no llega. Los golpes ahora hacen
retumbar las ventanas.
Me aferro a mí mismo, sujetos mis piernas.
La picazón regresa, esta vez entre mis piernas. Me refriego fuerte,
luego un poco más hasta que la sangre asoma, no es mucha, pero
suficiente para darle el triunfo a la comezón que ahora bien puede
llamarse dolor.
Me doy cuenta de las marcas que me he
hecho. Las siento, pero no soy capaz de verlas en la noche. Mi piel
se tensa, no soporto ni el tacto de mis propias manos. Entonces, un
nuevo golpe, esta vez es la Casa misma que se tambalea. Sé bien que
le duele, que debo abrir la puerta.
Bajo, mis piernas se tocan cuando camino,
eso duele también. Siento que eso que vive bajo mi piel se está
riendo de mí, moviéndose entre mis pliegues y gorduras. Quizás se
esté tomando mi sangre, pero descarto esa idea, soy un embase muy
pequeño.
Un nuevo golpe, es fuerte, pero mucho más
suave que los anteriores. Voy a enfrentar la puerta. Nunca he podido
abrir sus cerrojos, ni cuando recién llegamos y yo quería salir al
patio.
Giro el pomo, la puerta no opone
resistencias, se abre. Entonces los veo en toda su gloria. Al
comienzo me siento mareado. Me apoyo en la misma puerta. Mide poco
más de dos veces mi porte, su cuerpo está cubierto de pelo blanco,
crespo, apelmazado. Sus ojos son pozos fríos, estrellas blancas, con
un tornasol azulino. Huele a azúcar y transpiración. Su gran boca
está llena de dientes desordenados, que parecen apuntar a todos
lados. A pesar de lo tremenda de esta, no hay espacio para su lengua
que como una serpiente amoratada cuelga de un lado, goteando babas en
el suelo de la sala de estar.
Al comienzo creo que podría ser un ángel,
pero la máquina no está lista, es imposible.
—Yo ya sé que eres—le digo con toda la
seguridad que me queda en el cuerpo.
Aquella cosa fija sus ojos sobre los míos.
No quiere hablar aún, respeto eso.
—Eres el Rey Mono.
Y su majestad hace una reverencia, como
para todo buen noble, ser reconocido lo significa todo.
Tomo su mano y le dejo entrar. Sé que no
es un peluche, es un ser peligroso, un ser de la máquina. Vino
siguiendo la música que no ha dejado de sonar en toda la noche.
—¿Quieres ver la máquina? —le
pregunto sin dejar de mirar a sus ojos.
Su majestad, rey de los simios que ya
dejaron este mundo, mueve su cabeza y yo me pregunto si es capaz de
hablar. Subimos las escaleras nuevamente. Yo trato de no hacer ruido,
no sé porque si sé que estoy solo. Quizás es porque sé que estoy
faltándole el respeto a la Casa, que la estoy traicionando.
El monstruo a mi lado es torpe y fuera de
proporción. Sus pies no caben en los peldaños, sus brazos son más
largos que sus piernas y sus nudillos golpean los escalones mientras
va subiendo.
Se detiene en el segundo piso. Entra a la
pieza de los viejos. El tío Max es el único que ahí duerme.
—No—digo en tono de ruego.
Entonces me doy cuenta de que aquella
lengua púrpura está cubierta de ventosas y viaja en la noche al
encuentro del viejo. Juega en su cuello, pero finalmente se introduce
por su boca, llenándola por completo.
Es una operación salvaje, extraña. Mi tío
se despierta y trata de sacarse esa cosa de la boca. Yo le pido a su
majestad, el mono blanco, el señor de los miedos, que se detenga.
Para él mis palabras no tienen sentido.
Lo escucho emitir pequeños gemidos que me
hacen pensar más en un gato que en un gran simio. Mi tío se
retuerce, esta morado y sus piernas parecen las de un enfermo
tratando de bailar.
Luego todo es paz, silencio, justo como
hace unos momentos. Mi tío ya no respira y el monarca retira su
enorme lengua con tranquilidad, devolviendo el cuello del viejo a su
dimensión normal.
—Ahora la máquina—dice.
Mis dudas sobre su lenguaje se despejan,
puede hablar, pero no quiere hacerlo conmigo. No me hace sentir bien
eso. Trato de enfrentarlo, exigirle respuestas, pero aquella cosa
sigue sin ganas de hablar y sigue su camino. Entramos en mi pieza.
Contempla mi creación en su plenitud, entonces le susurra algo en la
penumbra, algo que bien podría ser deja
de cantar, pero no estoy seguro.
De todas formas la máquina se para.
—Falta el creador de la máquina—dice
el mono mirándome.
—Acá estoy.
—No, no estás.
El rey se pone en cuatro patas, hace
arcadas y finalmente vomita algo. Lo reconozco, es mi tío Max. Pero
hecho una bolita luminosa, su cara se refleja en aquella burbuja. Se
revienta al entrar en contacto con la mi creación, que se pone en
movimiento. Algo cambió en ella, creo que ha madurado.
—La máquina está cambiando—dice su
majestad—pronto tu también cambiarás y los ángeles van a
regresar, pero le falta mucha energía. Yo puedo ayudarte, pero antes
tengo que asegurarme de que seas capaz del cambio.
Me desnudo frente al rey, él me contempla,
hace evaluaciones. Su lengua recorre las heridas que yo mismo me
hice, entonces clava su lengua en una de ellas. En mi pierna, algo
más arriba de la rodilla, se queda ahí saboreando. Yo no sé si
siento dolor o me gusta, pero estoy seguro de que ha encontrado a
aquella cosa que vive bajo mi piel.
El Rey Mono se retira de mi cuerpo, lo ha
sacado, es un gusano. Lo miro con desprecio y estoy listo para
aplastarlo cuando me doy cuenta de que tiene un rostro humano. Es mi
mamá.
Mi visitante sonríe y con delicadeza se
lleva al parasito a su boca. Se lo traga y sonríe. Aunque era
pequeño, aquella cosa parece haberlo dejado satisfecho.
—Yo te ayudo con la máquina, tú me das
tus gusanos, ¿estamos de acuerdo?
Asiento, el corazón se me hace chico
cuando lo veo irse. Mi cabeza me va a matar. He pasado mucho tiempo
con la máquina y aún estoy en este espacio en medio de la nada.
Me meto en mi cama, cierro los ojos con
fuerza, espero que esto no sea de verdad, que mañana salga de mi
cama y todo sea perfecto, o tan perfecto como las cosas saben ser.