viernes, 26 de agosto de 2011

La saga de la Manzana Roja, parte I.

Autor: Inti Carrizo-Ortíz
Categoría: Policial Metafísico

 "La Historia es nuestra y la hacen los pueblos."

Una mañana de Septiembre.

5:19 AM. Mis ojos se abren de un golpe, como saliendo de un coma. Sacudo la cabeza. La pantalla enclavada en la sucia pared a los pies de mi cama ya está encendida, como siempre. Mis sentidos se recuperan tristemente rápido de ese dulce y confuso momento donde no sabes si aún duermes o ya estás despierto; el momento donde no hay realidad ni vacío. Lanzo un suspiro pensando que así debe sentirse nacer. O morir. La voz aguda de la mujer en la pantalla hiere mis oídos. Quizás sea por esa confusión mañanera, que inconscientemente busco el control remoto para apagar ese infernal sonido. Me sonrío. “Que ingenuo”, me recrimino recordando lo obvio. No hay control. ¿Para que iba a necesitarse si sólo existe un canal? No necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes. Me quedo mirando embobado a la mujer del canal del Consortium por unos segundos y siento la necesidad enferma de salir de esa habitación. Tal vez aún algo dormido, algo turulato, corro hacia el baño con la esperanza de dejar esa voz cantada y cínica atrás. Me vuelvo a sonreír. Había olvidado que aquí también hay una pantalla. Y en la cocina. Y en el pasillo. Y en todas partes. No necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes.



Me cepillo los dientes como cada mañana, no por necesidad sino por costumbre. No he comido nada en días, pero es lo que hay que hacer ¿no? Levantarse a las 5:19 AM. Escuchar el reporte del Consortium, donde la mujer de la voz cantada te mentirá diciendo que todo esta bien o todo esta mal según convenga. Lavarse los dientes. Mientras enjuago mi boca siento como si pudiese escuchar a millones de personas haciéndolo al unísono, como un gigantesco y escalofriante coro de seres humanos, una manga de atolondrados actores perfectamente sincronizados e inconscientes de su participación en esta obra. Y cada mañana, a las 5:19 AM. los oigo separar sus párpados con exacta precisión, cada par de ojos en un instante abiertos por la fuerza incorruptible de la costumbre. Y saben que no importa cuanto deseen sus ojos permanecer cerrados, a las 5:19 AM. de cada día, desde que nacieron hasta el fin de sus vidas, sus párpados se unirán a ese grotesco coro, saliendo del vacío de cada noche con un chasquido de músculos y el sutil sonido de las secreciones nocturnas sacudiéndose de sus pestañas.

Y siempre es así.

Me pongo mi gabardina y mi sombrero sin mirar por la ventana. No necesito hacerlo; sé que un viento gélido corre por la calle el día de hoy. Hace muchos años que el sol no toca este lado de la ciudad. Dejo mi sucio departamento y salgo al sucio pasillo del sucio tercer piso de aquel sucio edificio enclavado en este sucio suburbio. Hay cuchicheos. Los vecinos murmullan y se reúnen en los rincones. Me volteo y por fin veo la razón de tanto barullo: cintas policíacas sobre la puerta del 306. El Consortium estuvo aquí. Los síntomas son inconfundibles: una gran mancha de sangre sobre la vieja alfombra, y la pared y los casquillos de las balas aún humeantes sobre el piso. Estuvieron aquí, anoche. Me acerco a la puerta. Como es costumbre, hay un comunicado pegado sobre ella; Me salto las formalidades y la rimbombancia hasta llegar hasta al texto subrayado:

“(...) Por esta razón y amparados bajo la obligación adquirida por la Universal Commonwealth Act se ha determinado procesar al sujeto #681.523.424 bajo el cargo de:
“ACTIVIDAD ONÍRICA NO AUTORIZADA””

Han matado a Braulio. Por sobre mi hombro escucho los comentarios de las vecinas.
“Tan bueno que parecía”, dice una. “Nunca pensé que fuera un drogo... que vergüenza”, sentencia otra. Me hundo de hombros. Braulio nunca tomó nada fuerte, Novril, “varas” o nada parecido. Sólo le gustaban los vuelos. Lo sé porque yo se los vendía. Las miro a los ojos; balbuciendo, suponiendo en las sombras del pasillo. No hicieron nada. Lo ejecutaron en plena noche a una pared de distancia y nadie hizo nada. Pero guardo silencio. Yo no hice nada. Esta noche nadie abrió los ojos por Braulio. ¿Cómo es posible que la costumbre suene más fuerte que las balas? Antes de darme media vuelta observo la gran leyenda con letras rojas y amenazantes que cierra el escueto comunicado colgado sobre la pared:

“POR LA RAZÓN O LA FUERZA.”
Adiós viejo amigo. Lo siento.

Salgo a la calle y mi predicción resulta cierta. La bruma negra es tan densa hoy que apenas puedo ver a más de una cuadra de distancia, y el sol no es más que una tenue lámpara incandescente que se asoma tan tímida, que puedo verla con mis ojos desnudos sin la más mínima molestia. La gente ya ha comenzado a dejar sus hogares. Muchos ya llevan su uniforme de trabajo puesto; otros visten ropas de calle igual de insípidas mientras sus ropas laborales aguardan en sus bolsos de mano. Todos caminan en un tranco constante y silencioso, inadvertidos de la presencia de los centenares de seres que transitan su misma ruta a milímetros de ellos, quizás todos los días a la misma hora. Su andar es interrumpido sólo por la presencia de alguna de las decenas de cientos de miles de pantallas que iluminan con su fulgor cada esquina de la ciudad. Las personas se detienen frente a ellas como polillas atraídas por el fuego. Me mezclo entre ellos.

El reporte matutino del Consortium aún no termina y ahí, frente a la muchedumbre, la mujer de la voz cantada reporta con gravedad alguna nonada sobre un personaje sin importancia sumido en un igualmente desaborido problema. La gente escucha atenta, como en presencia de una información esencial, como si sus vidas dependieran de saber y asimilar lo que atestiguan por la pantalla en este momento. Vociferan. Vitorean algún nombre. Luego el tono de la mujer se torna aún más serio. Reporta, con fanático entusiasmo, como un disturbio producido por “cholos” delincuentes y pérfidos fue controlado con rápida eficacia por las fuerzas de seguridad. El atento público vuelve a lanzar vítores y gritos patriotas cuando la mujer, siempre con su tono cantado, les recomienda a todos “continuar denunciando cualquier actividad migratoria ilegal”. Usa frases como “la contienda es desigual”, cita a añejos y trasnochados héroes y les recuerda a sus espectadores “la importancia de la Guerra y de lo Nuestro”. Mientras el reporte vuelve a asuntos más ligeros pero no menos “importantes” (el tórrido romance de algún individuo cuyo nombre no me suena), me alejo. Los observo por un minuto alimentándose de la pantalla, encumbrada en lo alto de la esquina, como un erguido profesor que instruye a su hambrienta clase. ¿Y por que habría de ser distinto? Después de todo, esa pantalla los ha criado. Ha sido un padre y una madre. Una instructora. Una teta. Así ha sido desde que existe la Ley de Deuda. Así ha sido desde siempre. Visto y pensado con detención, hasta termina resultando lógico. Si naces para hacer un solo trabajo, ¿Para que aprender lo demás? ¿Para que colegios o universidades? ¿De que sirve la Historia o la Filosofía para pagar una deuda? Lógico. Práctico. Hoy, después de todo, cada ciudadano nace con una deuda de por vida, adquirida por su padre, o quizás por el padre de este. Una deuda ineludible. Pagos pactados hace décadas o tal vez más que eso, un préstamo de esclavitud que generaciones no pudieron saldar con sus vidas completas. Y cuando las deudas crecen no hay tiempo para romanticismos. Ellos lo sabían. Cuando sus deudas crecieron, cuando se tornaron invaluables y el poder de los entes colectores creció hasta el borde de lo legal, sólo una solución se vio lógica. Práctica. Alianzas. Fusiones. Acuerdos. La unión. ¿Cómo detener a quienes finalmente son tus dueños? ¿Cómo frenar a quienes, en su suma, controlaban todo? Cuando las empresas firmaron el Acuerdo de Consortium para la Unión Económica nadie pudo decir nada. Senadores, políticos, Estado, jueces, todos les debían algo. Callaron.

Ellos eran todo: un solo ente con el que cada ciudadano de este país tenía un crédito impago. Desde medicamentos hasta armas. Alimentos y ropa. Minerales y entretenimiento. Todo venía de ellos. Todo lo que la Universal Commonwealth Act permitiera producir y manufacturar, estaba bajo su control.

No pasó mucho hasta que el mismo Estado tuvo un precio. No pasó mucho hasta que la Ley de Deuda, aquella absoluta locura, aquel descabellado decreto fuera pedido a gritos por un pueblo sumiso, corroído por antidepresivos y enfermedades, ahogado por su propia mano. Cada hombre y mujer de este país nacería entonces con un contrato ineludible, imperecedero e inapelable (“asegurado y constante” fueron los términos usados) con el Consortium y así realizaría para él una tarea asignada al azar, “recibiendo la preparación especifica para ello y asegurando así la satisfacción de sus necesidades esenciales, sirviendo al mismo tiempo a su País”. Y el Pueblo aplaudió. Y el Pueblo dijo “no necesitas preocuparte por las opciones cuando no las tienes”. Para asegurar su lealtad, el Consortium los aglutinó bajo conceptos nuevos de Patria y Nación, bajo lemas de amor propio e identidad. De odio. Nada como el odio a otros para unir a los pueblos. La pantalla les sugiere que odien al distinto y lo hace responsable de cosas que están mal en otras partes. Los duermen con banalidad y los despiertan con odio a su antojo. Los hombres y mujeres de la voz cantada entran a sus hogares día tras día. Están en las calles y plazas. Siempre. Y un día sencillamente son tan familiares que comienzas a creerles todo lo que dicen. Y un día dejas de cuestionarte las cosas. Dejas de pensar que las fronteras llevan décadas cerradas, que nunca has visto a un “cholo” en tu vida, pero ellos dicen que siguen ahí afuera, amenazándote. Quitándote el trabajo. Repugnándote. No te dicen que son ellos los que compran lo que tú produces. No necesitas saber eso. ¿Para qué? Tampoco te ayuda a pagar tu deuda. Romanticismos. Sólo la ignorancia te ayuda.

Enciendo un cigarro y le hecho un vistazo a mi calle por ultima vez. El reporte terminó y la pantalla que nunca se apaga ha pasado ya a otra cosa. La gente reanuda su fofa marcha. Se quedarían ahí frente a ella todo el día, pero deben llegar a las fábricas. No les importa; allí también hay pantallas. Cruzo la avenida que hoy se ve más gris que nunca bajo el filtro de la bruma negra. No hay colores. Sólo el blanco, azul y rojo de los carteles y los rallados que ensucian las paredes con sus mensajes. La gran leyenda con letras rojas y amenazantes se repite en los anuncios una y otra vez. Me espera un largo camino.

1 comentario:

  1. Me recordo los comentarios de 1984 y la situación de de un país oriental que es controlado por un líder que escribió mil o cien libros (no me acuerdo bien su nombre) en fin pero se nota que tiene su inspiración por lo que esta pasando hoy en día con os créditos (tanto universitarios como los otros ). Tal vez llegue un momento en que ocurra y se vuelva una predicción este cuento. En fin, espero que todo este bien y muy buen cuento espero seguir leyendo esta saga

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