Autor: Inti Carrizo-Ortíz
Categoría: Policial Metafísico
Me toma toda la mañana, pero por fin llego a Las Ferias. Nadie se atreve a llegar hasta aquí sin una mascarilla. Al adentrarme en los gigantescos galpones puedo reconocer inmediatamente a los forasteros por sus rostros cubiertos. Pero no los oriundos. No... Ellos respiran bruma negra. La exudan por cada poro. Aquí, en la periferia, me siento finalmente en casa. Lejos de todo. Me pierdo en los estrechos pasillos atiborrados de gente y ruido interminables.
En "Las Ferias" hay pantallas también, pero los gritos de los comensales ofreciendo sus servicios y las risas socarronas de los ancianos ahogan su sonido y merman su fulgor. Ya es mediodía y las cocinerías comienzan a expeler los vapores de sus manjares. El olor a frituras y especias me llena, me satura y me excita. Este es el lugar donde el tiempo se detuvo, donde el Consortium aún no lo es todo, donde los parias son amos y la miseria es un extraño orgullo. Este es el lugar donde nada importa. Es donde las familias huyeron cuando las fronteras y el borde costero se cerraron por la guerra y las regiones fueron repactadas y extinguidas. Este es el lugar donde la gente deja su uniforme de trabajo dentro del bolso. Aquí el miedo se respira con menos putridez, perdido entre el azafrán y el merquén. Veo un gato sentado remolón sobre una pila de verduras frescas y por un momento, incluso me parece oír los acordes torpes de una desafinada guitarra. Música para mis oídos que viene y va.
Los misteriosos intérpretes hacen lo suyo y se desvanecen; tienen miedo de los micrófonos. Los agentes encubiertos. Los rumores. Esa vigilancia que se hace sin vigilar. Pero a quienes realmente le temen, es a los Místicos. Las Ferias es su territorio. Hombres de terno y corbata baratos, armados con pequeños libros negros que vociferan en las esquinas. Fanáticos extáticos que reúnen a su rebaño con promesas de una vida mejor después de esta, los engatusan con milagros de sanación fácil y juicios horrendos para los indóciles. En un mundo donde prolifera la ignorancia ellos son reyes, los violentos sostenedores de un conveniente oscurantismo de falsa rectitud. Cínicos. Producen y promueven toda clase de drogas y sustancias letárgicas para el cuerpo, la mente y el espíritu. Reparten las “varas” que funden el cerebro de su plebe, derribando las barreras de la incredulidad y el sentido común, abriéndole paso a sus cánticos mesiánicos que guían a las masas hacia el conformismo. Hacía las fábricas. “Ora et Labora”. El Consortium los ampara y les permite existir; se necesitan mutuamente. Los “unos” los hacen miembros importantes de sus congregaciones; los “otros” les construyen para ellos grandes templos de paredes de cristal barato y sillas plásticas con sus fondos. A cambio, hacen lo que ellos no pueden hacer, le prometen a la gente lo que ellos no pueden prometerles. Dos caras de la misma moneda. Me repulsan. Sigo caminando y unos metros más allá los encuentro. Sus trajes baratos. Están apaleando a una chica joven. Le escupen y gritan citas amenazadoras sobre fuerzas imposibles que se dejarán caer con ira vengativa y asesina sobre los criminales. Azotes de manos y lenguas. A su lado yace la vieja guitarra cubierta en sangre. Algunos los alientan y alzan los brazos al cielo. Otros simplemente les abren paso y se apartan, corriendo sus ojos sin decir nada. Yo no hago nada tampoco. No soy mejor que ellos. En Las Ferias nadie se mete con los Místicos.
Al final del galpón más húmedo y oxidado de Las Ferias se encuentra mi destino. El Club Orochi. Mi segundo hogar. Abro la gastada puerta de latón y entro al salón principal. Mesas vacías y una barra plagada de vasos sucios. Aire viciado, y en cada pared una pantalla que permanece milagrosamente oscura y callada. No sé como lo hacen, pero en el Orochi las pantallas siempre están apagadas. Y al fondo, junto al rincón, ella. Esperándome. Crucé toda la ciudad por verla hoy. Antes de que note mi llegada me detengo a observarla un segundo. Evelyn. Su pelo es largo y rojo como la sangre misma. Sus labios acarician un cigarro con asfixiante ternura. Me acerco y su sonrisa me recibe. Ya me conoce algo mejor: a pesar de ser apenas mediodía, ya hay un par de tragos servidos sobre la mesa. No me conoce lo suficiente: no sabe que los necesito para mirarla a los ojos. Esos ojos color miel. Me siento al otro extremo de la mesa para dos, que apenas tiene apenas un metro y algo más de largo, pero que mi cuerpo siente infinita entre nosotros. Evelyn es mi proveedora. Vengo hasta Las Ferias por los vuelos que vendo y que me pagan el pan que me niego a recibir del Consortium. Ella es un misterio para mi y yo para ella. En este mundo es mejor así. Sólo sé que cada semana ella estará aquí, en la misma mesa del viejo Orochi, con su cabello de sangre y sus ojos de miel. Es la primera persona con la que cruzo palabras en días.
— Tengo algo para ti hoy.— me dice con su voz suave, casi susurrando. Aprieto mis labios, deleitándome en secreto con cada sonido. Reclino mi cabeza un momento interrumpiéndola y extraigo de mi gabardina el viejo revólver. Lo dejo descansar sobre la mesa, junto al vaso que me apresuro en vaciar. Saco un cigarro. Ella lo enciende con gracia. Inhalo profundo. Dejar mi pistola a un lado es el máximo gesto de confianza que puedo darle. Quisiera darle mucho más. Mucho más. Era un regalo de mi padre, el revólver. “La vida es como una bala, hijo. No para hasta que para” solía decirme el viejo. Era un tipo sabio. Mi mente divaga. Estoy nervioso.
— Pero tienes que prometerme algo...— continúa Evelyn. — laro, sólo dilo…— respondo, muy seguro. Grandísimo hipócrita. Ella extrae con sus largos dedos un pequeño estuche de cuero negro de su abrigo. Es curioso, pero veo real preocupación en sus ojos. Como si se tratara de una bomba, desliza con delicadeza el misterioso paquete hasta mis manos. Nuestros dedos se rozan una fracción de segundo.
— Prométeme que tendrás cuidado.— me dice. Abro el cierre con lentitud. En el interior acolchado del estuche de cuero negro descansan tres pequeños tubos de cristal que resplandecen con un liquido fulgurante de un rojo tan furioso que hiere mis ojos un momento. Tomo un contenedor y lo levanto a la altura de mis ojos para inspeccionarlo.
— ¿Qué son estas? ¿Acaso son “varas”? Yo no vendo esta porquería.— exclamo, algo molesto. Evelyn sonríe. — Que conservador viniendo de un hombre que vende vuelos ilegales para vivir…- me responde, incisiva.
— Los vuelos no alteran tu cerebro artificialmente, sino todo lo contrario. Lo regresan a su estado natural. Esta mierda sólo fríe tus sesos. Y ni siquiera se siente bien. Créeme.— sentencio. Pero sé de antemano que no será suficiente para ella. A pesar de proveerme, estoy seguro de que nunca ha probado el Novril, ni siquiera los vuelos. No captaría la diferencia, porque ambos le aterran. La entiendo. Un “mal vuelo” es una de las peores experiencias que existen.
— No son “varas”.— termina. La observo curioso. –Pues... no parece un vuelo...— dilucido en voz alta. Vienen siempre en cápsulas o pastillas. -No es un vuelo tampoco.— su voz tiembla un poco. -Le llaman Manzana Roja.
—Manzana Roja...— repito, como su eco. Hay algo en ese fulgor carmesí que no puedo dejar de ver. —¿De donde lo sacaste? ¿Los Místicos?— pregunto finalmente. Niega con la cabeza. -Esto viene de alguien nuevo. Alguien a quien llaman El Jefe.— explica, más nerviosa que nunca.
— El Jefe...- vuelvo a repetir.
— Escúchame. Este tipo no es un cualquiera. Ni los Místicos se atreven a tocarlo. Y se dice que tiene la devoción de los más altos ejecutivos del Consortium. Esto no es un juego. El Jefe es un verdadero hijo de puta. Es el hijo de puta.— El cigarro tirita entre sus labios. Sus labios...
— Así que me dices que venda esta cosa que conseguiste de este tipo al que llaman El Jefe. ¿Y que me dices que hacen estas Manzanas Rojas? Todo esto suena algo suicida.— le respondo con una mueca torcida. No parece impresionada. — No.— responde tan seria que me asusta. -No quiero que lo vendas. Quiero que lo regales.—
Lanzo una carcajada tan estrepitosa que Evelyn reclina su cabeza un poco. –Oye, escúchame... No soy un filántropo. Tengo que poner pan en mi boca. Además si es tan especial como dices...— le miento. Por ella lo haría. Hay tanto que quiero poner en mi boca aparte del pan. Por ella lo haría.
— No estas entendiendo... tienes que pasar esto a la mayor cantidad de personas posibles en el menor tiempo que puedas imaginar. Si te atrapan con esto, te matarán. Te matarán sin pensarlo ni la más ínfima milésima de un segundo.— Por primera vez desde que la conozco me habla a mí, directamente a mí. Esta diciendo la verdad. Pongo el contenedor de vidrio de vuelta en el estuche de cuero. No entiendo absolutamente una palabra de lo que me dice. Pero sé que esta diciendo la verdad. Esto es importante. No sé si es ella o el resplandor carmesí del paquete que acabo de cerrar, pero algo me hace asentir con la cabeza aunque cada centímetro de mi cuerpo me grite lo contrario. Me mira a los ojos una vez más. Que daría por otro trago. Suspira y sonríe.
— Me lo prometiste. Te cuidarás.— me susurra pasando su boca a centímetros de mi oreja. Siento la vibración de cada una de sus palabras. Se pone de pie y al fin la veo completa, ya no más oculta tras la infinita mesa para dos. Es hermosa. Comienza a caminar. “Voltéate” digo en mi cabeza. Lo hace. Su sonrisa es sempiterna.
— Adiós, princesa.— le digo con la misma mueca torcida. Que torpe. ¿“Princesa”?... ¿En que estaba pensando? Cuando menos lo esperas, una retahíla de palabras estúpidas puede convertirse en tu epitafio. Evelyn deja el lugar y es como si las luces se hubiesen apagado. Estoy solo de nuevo. Dirijo mis ojos al estuche de cuero y siento que me devuelve una mirada acusadora. Me lo guardo en la gabardina junto a mi pistola. Ya habrá tiempo para eso. No es hora de Manzanas Rojas. Estoy en el Orochi. Y eso sólo significa una cosa: es hora de volar.
Esta es mi parte favorita de la saga, refleja el Santiago de a mediados de siglo tal cual, incluido sus visiones futuras. Inclusive, da para un cortometraje.
ResponderEliminar