jueves, 9 de febrero de 2012

Sombra de bonsái

Autora: Carolina Yancovic
Categoría: Biografía

Como cada día se sentó frente a la máquina de escribir y apoyó suavemente la barbilla en la palma de su mano. Luego escribió un par de frases esperando que el ritmo de la máquina le inspirara algo. No fue así, así que sacó la hoja de papel y la tiró lejos hecha una pelota. Apoyado sobre el respaldo de la vieja silla de roble, miró la pequeña ventana de aquel departamento subterráneo. Cada tarde se sentaba allí esperando escribir algo sobre alguien o quizás sobre nadie, él sólo quería escribir para olvidar.

Había decidido vivir en aquel departamento para ahorrar un poco. Estaba pasando por un momento difícil y no podía gastar mucho en arriendo. Tras abandonar su trabajo resolvió vivir de los ahorros que juntó los últimos meses. El departamento era pequeño de un ambiente. Eso no era un problema ya que vivía solo. Tenía pocas cosas. Además del escritorio y la silla, un sillón y una mesa de centro, un estante para libros que ubicó frente a la falsa chimenea del departamento.

Por las tardes se sentaba frente a la ventana y fingía escribir algo importante. Algunas veces lograba escribir algo, pero terminaba con la sala llena de hojas arrugadas esparcidas por el suelo. Cuando finalmente se daba cuenta que esa tarde tampoco escribiría la historia que anhelaba, fijaba la vista en la ventana y se quedaba observando a las personas que pasaban afuera. Cada tarde las observaría con mucha atención, unas caminaban aceleradas, otras despacio. Las mujeres tenían un estilo diferente a los hombres, siempre con prisa sólo tomaban un par de segundos en desaparecer. En cambio, los hombres, con su paso relajado y seguro, demoraban más. En ocasiones veía caminar a alguna madre con su hijo. Le llamaba particularmente la atención ver a los niños caminar frente a su ventana. Sus zapatos eran de distintos colores y su paso muy variado y divertido. Las zapatillas con luces de colores lo alegraban más que cualquier otro zapato. Algunos niños caminaban muy despacio como cuando uno camina mirando el suelo y otros saltaban tratando de no pisar las líneas del pavimento. Las niñas, por ejemplo, llevaban pequeños calcetines con figuritas y flores.

Quería escribir algo bueno. Esa era la idea principal, pero también quería que ella tocara la puerta de su departamento. Soñaba verla caminar frente a su ventana y escuchar sus pasos apresurados bajando la escalera. Deseaba tenerla, sentirla. Extrañaba su perfume y sus labios lo enloquecían. Quería que de una vez por todas estuvieran juntos, como tantas veces habían soñado mientras tomaban sol en el parque. Pero luego volvía a la realidad y con ambas manos entrelazadas detrás de su cabeza, volvía a fijar la vista y perdía la noción del tiempo viendo pasar los innumerables zapatos mientras que él esperaba algo que jamás llegaría.

En una ocasión, mientras soñaba despierto, una pareja de amantes discutió frente a su ventana. El hombre, que llevaba un par de zapatos gruesos de trabajo, decía que no seguiría soportando esa situación y que las cosas debían llegar a su fin. Ella, en silencio, no movía el par de sandalias. El escritor la imaginaba sollozando con la cabeza gacha como cuando él vio a su novia irse. La imaginó con los ojos llenos de lágrimas aceptando la culpa de haber hecho las cosas mal, tal como él lo hizo hace unos meses, cuando Laura decidió que ya no podía seguir. Imaginó su angustia y sintió como suyo el rechazo de la persona amada.

Un día estuvo a punto de dejar su departamento para salir a la vida. Un hombre con un calzado muy elegante y pantalón de gabardina negra, dejó caer unos documentos que parecían importantes. Al darse cuenta, se levantó rápidamente de la silla y corrió a la puerta pero cuando llegó allí, el hombre había recogido sus documentos y doblaba la esquina con paso apresurado. Volvió desilusionado, como si la idea de ayudar al hombre le produciría la inspiración que él necesitaba para escribir, para olvidar a Laura. Al volver a su escritorio se dio cuenta que quizás la ubicación de la máquina de escribir no era adecuada y la probó en diferentes lugares de la habitación. Trató sobre la mesita de té junto al sofá, pero se dio cuenta que quedaría muy baja y le provocaría dolor de espalda. Luego trató sobre la repisa de libros pero inmediatamente se percató de lo estúpido de la idea y buscó otro lugar. Intentó sentado en el sofá con la maquina sobre sus piernas pero cuando trataba de escribir, esta se tambaleaba. Después de intentar en muchos lugares, se dio cuenta que no había uno mejor que el escritorio así que terminó volviendo allí.

Mientras prendía otro cigarro, vio cómo un cachorro se acercaba y olfateaba el marco de la ventana. Su corazón latió con fuerza al pensar en la idea de ser descubierto por el mundo exterior, ese que él observaba cada tarde desde su escritorio. Vio al perro acercar su nariz húmeda al vidrio y olfatearlo con afán. Sintió ganas de acariciarlo pero luego pensó que no le gustaban los perros y siguió observándolo desde su asiento. El perro se alejó de la ventana y dio un par de vueltas tratando de atrapar una abeja que lo molestaba. Sonrió y fumó por última vez su cigarro antes de apagarlo en el cenicero junto a una taza de té frio.
Una tarde de otoño, estaba sentado frente a la máquina. La hoja blanca estaba perfectamente ubicada y sólo debía comenzar. Hace días que no escribía y se paseaba por la habitación pensando infructuosamente en infinitas ideas pero ninguna parecía progresar.
Una pequeña ramita yacía hace mucho sobre el canto de la ventana. Sus hojas, aun verdes, daban la impresión de ser un árbol que crecía. La idea lo inquietó. Un árbol creciendo frente a su ventana significaría que en algún momento él ya no podría ver el mundo pasar. Las ramas crecerían y de ellas aun más hojas nacerían obstaculizando la vida que lo mantenía siempre inquieto, atento. Imaginó muchas formas de eliminar aquel árbol que crecía amenazante, pero ninguna parecía ser la respuesta. Se levantó y caminó. Miró el árbol desde el otro extremo de la habitación. Se veía enorme. Luego pensó en alguna forma de detener su crecimiento. Esperó. Con el paso del tiempo se había dado cuenta que no quería eliminar por completo aquel árbol, pero sí quería detener su crecimiento para mantenerlo siempre enano. De esa forma el árbol no limitaría su visión del mundo y él tampoco terminaría con la existencia de la planta, así que ambos coexistirían transformando la vida del otro, haciendo su visión del mundo diferente. Fue cuando recordó los arboles orientales que se cultivaban en pequeñas macetas y fascinado abrazó la idea.
Volvió inmediatamente a su escritorio y enfrentó la hoja en blanco con sólo una palabra que sería el comienzo de una nueva historia: Bonsái.

2 comentarios:

  1. esplendida antología final. el árbol cambio su forma de ver el mundo en realidad

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  2. De una sensibilidad inesperada, con detalles minuciosos y con una imaginación admirable, Carolina Yancovic no sólo logra confundir al lector del verdadero autor del libro que se habla, sino crea una ficción de un escritor no tan joven que intenta liberarse de su mal amor.

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