jueves, 14 de febrero de 2013

Saga del Sol. Parte II y Final

Autora: Macarena Fabry
Categoría: Amor



          Debe haber sido la cara que puso Isabel, porque Simón se puso de pronto muy serio y trató de recoger los pedazos en calzoncillos, pero no pudo seguir porque un pedazo de vidrio se le incrustó en el pie, y se sentó en la cama esperando que la chica dijera algo y recordando de pronto que él todavía no había abierto la boca. Pasaron exactamente tres minutos con cuarenta y dos segundos cuando Isabel dijo:
—Esto ha sido otra señal.

El chico se la quedó mirando esperando más explicación, pero ella comenzó a vestirse y él se sintió medio ridículo y bastante más frágil en calzoncillos, así que la imitó. Se estrujaba el cerebro para encontrar algo adecuado que decir, pero ahí no había nada. Lo único que podía escuchar en su cabeza eran dos frases sueltas, memorizadas a la fuerza la semana pasada y leídas en un libro que Diego le había prestado de Elías Canetti. Fue por eso que dijo:
—La muerte es el hecho primero y más antiguo, y casi me atrevería a decir: el único hecho. Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva.

Isabel lo miró con los ojos muy abiertos. No se le había ocurrido que Simón pudiera, en realidad, hablar. Por un momento pensó que eran palabras proféticas, traídas directamente desde el más allá, pero luego, viendo cómo los ojos de Simón buscaban nerviosos algo en su mirada, sintió en aquellas palabras una oscura advertencia y supo que había pecado. O al menos que se había equivocado mucho.

Simón salió de ahí exactamente cinco minutos con cuatro segundos después, con la cabeza confusa y un profundo sentimiento de culpa al pensar que había perdido la castidad y que había una buena probabilidad de que se fuera al infierno si se moría ahí mismo. Los pensamientos de Isabel, una vez que Simón se había ido, fueron más o menos similares o al menos por la misma funesta sintonía

No se volvieron a ver hasta cuatro días después, cuando Isabel llamó intensamente a la puerta y salió la madre de Simón, despeinada y con los ojos inyectados de sueño, preguntándose qué demonios podría querer la loquita del 54 a las cinco con cincuenta y siete minutos de la mañana.

Tenemos que hacerlo de nuevo –le dijo Isabel a Simón cuando éste se despertó a gritos y la vio de pie en su cama con los ojos desorbitados y a su madre en el umbral de la puerta con el seño fruncido por la rabia. El chico logró convencer a su madre de que Isabel hablaba de un complicado ejercicio de matemáticas que aun no lograba comprender y se quedó a solas con ella, que volvió a insistir con eso de hacerlo de nuevo. Simón iba a replicar, pero entonces recordó lo que los hombres del pueblo decían acerca del sexo y de lo escaso que se hacía con el tiempo, y decidió dejar las preguntas para más tarde. Esta vez, duró tres minutos con treinta y cuatro segundos, porque Isabel se detuvo de pronto y sin darle mucha explicación comenzó a vestirse de nuevo. Simón, convencido de que había hecho algo mal, se quedó en silencio y en silencio también observó cómo ella pescaba sus cosas y saltaba por la ventana, dejándolo solo y otra vez en calzoncillos. Fue en ese momento cuando Simón comenzó a obsesionarse realmente con Isabel.

La chica por su parte, estaba pasando por la crisis espiritual más grande que el pequeño pueblo había sido testigo durante años. Inmediatamente después de la primera vez con Simón, volvió a poner sus relojes en orden y le prometió al tiempo su más honesta y absoluta fidelidad. Adoró y reverenció a los relojes durante toda la noche, contando los segundos hasta que el sueño venció y dio paso a pesadillas parecidas a los cuadros de Dalí, en los que relojes derretidos formaban carreteras curvas que no llegaban a ninguna parte. Al día siguiente volvió al monte a retomar su meditación, pero la luz se le escapó de las manos y de pronto se sintió vacía, como si Simón le hubiera robado algo. Algo esencial. Esta sensación la acompañó por los días siguientes hasta que resolvió que Simón era la respuesta y quizás sí era un enviado del cielo o algo muy parecido a eso y lo único que debía hacer era intentar recuperar lo que había perdido. Sin embargo, durante la sesión de tres minutos, Isabel se dio cuenta que había dejado su reloj pulsera en casa, y Simón no tenía ninguno en su pieza. Esto la hizo sentirse indefensa y perdida, como si estuviera inserta en una elipsis temporal, una especie de paréntesis donde el tiempo se había detenido y sin saber bien por qué, sintió pánico. Un pánico que la hizo saltar por la ventana del chico, correr a su casa y solo entonces darse cuenta de que por fin lo había conseguido. Había logrado detener el tiempo, y había escapado.

Simón, en cambio, decidió que se había enamorado de la extraña niña y comenzó a visitarla todos los días al cerrito de la puesta de sol. Ahora era ella quien permanecía en silencio mientras él le contaba cosas. A veces le hablaba de su vida, a veces de los libros que había estado leyendo. A veces recitaba uno o dos poemas, algunas canciones de The Beach Boys traducidas al español y a veces también se quedaba callado, mirando cómo las pupilas de Isabel se dilataban a medida que el sol iba desapareciendo por el horizonte. Ella, por su parte, a veces se convencía de que Simón era realmente un enviado celestial y había días en los que lo encontraba banal y ordinario. Generalmente lo primero pasaba en los días de silencio y lo segundo cuando al chico le daba por hablar. Así se sucedieron un par de semanas, hasta que un día, uno de esos días de silencio, mientras ambos miraban la puesta de sol, Isabel sintió cómo de pronto su segundero se detenía y la luz quedó fija en el horizonte, como esperando instrucciones. Por razones obvias no supo cuánto tiempo duró, pero terminó cuando Simón se aclaró la garganta y el reloj comenzó a funcionar nuevamente, dejando escapar a la luz.
No puedo seguir con esto, Isabel –le dijo Simón muy serio, e Isabel pensó en lo mucho que había crecido el chico en los últimos días.
¿Hacer qué?
—O son los malditos relojes, con sus malditos segunderos y ese condenado delirio que tienes con el tiempo, o soy yo.

Acto seguido se fue, e Isabel se quedó pensando que después de todo, Simón no era un enviado celestial. Sin embargo, los días que siguieron estuvieron para Isabel carentes de significado, especialmente a la hora de la puesta de sol, ya que aunque lo intentara, la luz se deslizaba por sus manos sin ser capaz de retenerla, y sintió que esa era una señal más acerca de Simón y cómo toda luz ahora se escurría sin retorno.

Los vecinos comentaban a la salida de la iglesia, en la feria y en la plaza lo sucedido: el chico había perdido la cabeza. Decían que Isabel había usado uno de sus muñequitos vudú contra el pobre muchacho, y al verlo vagar por el pueblo con la mirada desenfocada y caminar ausente, aseguraban que el pobre había perdido el alma. Su madre no hacía más que sollozar y comer pastelitos de zapallo, mientras sus amigas rezaban unos cuantos rosarios para que diosito salvara el alma del muchacho. Y por supuesto, todos culpaban a Isabel.

Así que Isabel tomó una decisión. Dando una larga bocanada de aire, tomó cada reloj de su repisa –ahora ya eran cincuenta y seis –y les sacó la pila. Por primera vez sintió el impacto del silencio: ni un solo tic, ni un solo tac, sino el más aterrador y hermoso silencio. Conmovida y con mucho vértigo, Isabel tomó los relojes muertos y los juntó todos en una gran bolsa de basura, que tiró en uno de esos basureros comunitarios a la salida de su casa, deteniéndose antes a vomitar. Una vez cumplida la misión, Isabel se apresuró a entrar por la ventana de la pieza de Simón y le contó apresuradamente lo sucedido, temblando un poco pero con los ojos brillantes. Él le sonrió y por primera vez no lamentó estar en cazoncillos.



Una semana después, Simón sorprendió a Isabel con dos pasajes de bus hacia la playa, para celebrar su rehabilitación. El mar fue una revelación para los ojos de Isabel; no lo había visto antes y su magnitud la sorprendió, preguntándose cómo había podido encontrar algo lindo antes de ver eso. Iban de la mano por primera vez, y Simón no se preocupó cuando Isabel se detuvo y recogió una conchita blanca de mar. Al menos no tenía segunderos. En broma, le contó sobre la leyenda que decía que las conchas eran los vestigios de la presencia del dios del mar, Neptuno, en la tierra. Ella le sonrió. Se detuvo a recoger otra y Simón no pudo percibir el brillo en sus ojos cuando de pronto Isabel, observando fijamente el mar, estuvo convencida de que las olas se habían paralizado bajo su mirada. En ese momento las nubes se abrieron dando paso a algunos rayos de sol, que iluminaron millones de pequeñas conchitas derramadas por la playa. Isabel sonrió, preguntándose cuántas lograría reunir antes de que otro chico como Simón llegara a su vida.

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