Cateogoría: Ideales
Al principio,
queriendo imitar a su padre, solo se trataba de coleccionar algo, y
eligió los relojes porque alguien una vez le dijo que coleccionar
cosas era como detener el tiempo. Pero fue justamente el tiempo el
que, lejos de detenerse, comenzó a invadir cada centímetro de su
vida hasta convertirse en el núcleo central que gobernaba todas sus
acciones. Notaba inmediatamente al entrar a una sala si había algún
reloj atrasado; el tic-tac de los segunderos penetraba en sus
tímpanos como notas de una extraña y simétrica sinfonía y ya no
podía pensar en nada más. Le obsesionaba el hecho de que, al
parecer, había relojes en los cuales los segunderos se movían
ínfimamente más lento, y otros que se adelantaban, de manera que
era imposible regularlos y que todos se movieran al mismo tiempo.
Soñaba con entrar a una sala donde el sonido de miles de relojes
fuera un solo y fuerte “tic” seguido de un solo y fuerte “tac”.
Todos los segundos de los minutos de las horas del tiempo
sincronizados. Pero, lamentablemente, el hecho era que todos
funcionábamos un segundo más tarde o un segundo más temprano que
los otros, de manera que la sincronía se hacía imposible. Y, peor
aun, significaba que el tiempo no era igual para todos y por lo
tanto, relativo. Este pensamiento la horrorizaba, y fue así como
empezó a recolectar cada vez más relojes que alineaba luego en
repisas, sincronizando cada uno de ellos, de manera que su pieza al
menos se convirtió en un gran reloj que avanzaba armónicamente
entre sus tics y tacs.
A veces Isabel pasaba horas despierta
mirando sus relojes y sintiendo que de alguna forma podía detener el
tiempo, solo en esos instantes en los que en su mente no había nada
más que el sonido de los aparatos y su vista permanecía fija en los
segunderos. Volvió a reflexionar sobre estos nuevos superpoderes y
sintió adrenalina al pensar en que ella podría ser la única en el
mundo capaz de controlar el tiempo. Comenzó a sentir que lo único
seguro en este mundo era justamente eso; el avance de los segunderos
en un gran reloj que, indudablemente, en algún momento simplemente
dejaría de funcionar, y entonces todo se detendría por fin. El
tiempo y la vida.
Claro que esta
pequeña obsesión tuvo sus consecuencias en el exterior. Isabel
vivía en un pueblo chico, y como es de suponer, todos se conocían
con todos y la chica era objeto de largas conversaciones entre las
vecinas afuera de las casas y entre los hombres sentados en el único
bar. Los pueblerinos miraban extrañados a Isabel, que de pronto se
había convertido en una especie de cadáver andante, nerviosa y
distraída. La gente comenzó a especular. Pensaban que quizás
Isabel había encontrado alguna nueva droga que la tenía por la
luna, y los sermones de los domingos iban todos dirigidos al mal del
siglo XXI y a los jóvenes perdidos que caían en las garras de Satán
manifestado en la pasta base, y todos miraban de reojo a Isabel, que
parecía no escuchar una palabra de lo que el santo padre recitaba.
Otros no le daban más vueltas y aseguraban que probablemente había
tenido alguna especie de derrame cerebral. Y quedaban los que decían
que eran solo cosas de la edad, y probablemente de genética,
culpando a la madre de Isabel y dándose una excusa para volver a los
antiguos pelambres sobre la loca del 52.
Fue por esa época cuando apareció
Simón.
A Simón no le
interesaban las chicas. En realidad no le interesaba nadie, y a pesar
de que su amigo Diego insistía en que había algo “raro” en él,
Simón sabía que no se trataba de una cosa de sexo. Las chicas en
general le parecían básicas. Predecibles. Como el resto de ese
condenado, absurdo y aburrido pueblo.
Es que Simón era un intelectual.
O creía serlo, al
menos. Cuando comenzó a leer a Marx, estaba convencido de que el
pueblo debía rebelarse, aunque no sabía muy bien de qué y casi
mata de un infarto al doctor cuando lo acusó de fascista. Cuando
leyó a Freud, creó un escándalo entre las señoras en la feria
cuando las acusó a todas de histéricas y cuando leyó a Nietzsche
pasó una semana entera encerrado en su pieza balbuceando cosas sobre
el superhombre y la muerte de dios, a tal punto que su madre se vio
en la obligación de llamar al curita para que le hiciera un
exorcismo al pobre muchacho, porque de seguro estaba poseído. El
exorcismo funcionó, porque Simón se asustó tanto al ver al dulce
ancianito gritarle desenfrenado “¡Sal, demonio, Jesucristo te lo
ordena!” que salió disparado de su pieza y nunca más pescó un
libro del filósofo. Ahora estaba leyendo a Osho y estaba convencido
de que el único camino posible hacia la luz era el de la meditación
y el amor hacia el mundo. Y John Lennon.
La primera vez que
Simón se fijó en Isabel fue justamente un día en el que le estaba
explicando a Diego los consejos de Nithya Shanti, el último hit de
los maestros hindú, que hablaba sobre la observación. Diego
entonces, aburrido ya del sermón de su amigo, propuso un ejercicio
de observación y elucubración. Por ahí pasaba Isabel, ignorando
por completo las miradas curiosas que iba dejando por el camino, y
Diego le propuso a Simón que crearan, todos los días, una nueva
teoría sobre ella a partir de la observación. A Simón no le
interesaba mucho la chica en cuestión, pero el juego le pareció
saludable para la mente y se propusieron escribir un diario de
teorías, que luego publicarían bajo el título “Las mil
personalidades de Isabel” o algo menos clínico que eso. Así,
llegaron a crear una serie bastante contundente de teorías. Se
imaginaban a una Isabel
calculadora, tomando notas para escribirlas en un diario de vida en
el cual tendría a todos los pueblerinos personificados. O a Isabel
con 105 muñequitas de vudú. Isabel planeando poner una bomba en la
iglesia, Isabel viviendo sola y rodeada de gatos a los cuales les
faltaba el ojo izquierdo, y así, Isabel niña, Isabel
sado—masoquista, Isabel adicta a los desinflamatorios, Isabel
viviendo con el esqueleto de su padrastro bautizado Rubén.
Pasó un buen tiempo
antes de que Simón se animara a hablarle a la Isabel de verdad. Ella
estaba mirando la puesta de sol, como todas las tardes, en el pequeño
monte que había al final de la calle principal. Subía ahí todos
los días solo con su reloj pulsera, y contaba los segundos que
pasaban a medida que la luz iba disminuyendo progresivamente. Era el
único minuto del día en el que Isabel podía respirar hondo y
relajar los músculos, porque se había dado cuenta de que, aunque
todo lo demás fuera asimétrico, la cantidad de luz que desaparecía
era exactamente perpendicular a la cantidad de segundos que contaba
su reloj, y se le había metido en la cabeza que ese momento del día
era el mejor para probar sus poderes. Imaginaba que sería capaz, en
algún minuto, de detener la luz, de hacerla durar aunque fuera un
par de segundos más, y a ratos creía lograrlo. Estaba entonces en
eso cuando Simón la vio desde la calle y sintió que ya no podría
crear una sola teoría más. Su cabeza quedó en blanco y decidió
subir. No sabía muy bien a qué, pero en el peor de los casos, si no
se le ocurría nada que decir, podría ponerse a recitar poemas de
Zurita, o a reflexionar sobre algunos pasajes de la biblia.
Pero al terminar de
subir el cerro y al encontrarse con la mirada curiosa de Isabel,
Simón quedó mudo. Nunca supo si fue la forma en que el pelo de
Isabel caía naturalmente sobre sus hombros o si fue su cara, por
primera vez en meses llena de expresión, lo que lo cautivó, pero el
hecho es que no pudo formular palabra y cualquier pensamiento quedó
silenciado ante el único e irrefutable: Isabel era linda. Ella, por
su parte, al principio se sintió invadida por la presencia de Simón.
Pero en un momento, las nubes se abrieron y dejaron pasar algunos
rayos del sol que cayeron sobre la cara del chico, y sintió como si
fuera una señal, y supo que era un enviado del cielo, un ángel
quizás, que venía a reafirmarle lo que llevaba pensando hacía un
tiempo: ella era una elegida. Quizás fue por eso que no le
sorprendió que Simón no hablara nada y sin pensarlo mucho, Isabel
se le acercó y le dio un beso.
Esto jamás lo habría
admitido Simón, pero ese fue su primer beso, y si ya estaba mudo,
este hecho lo dejó sin posibilidad de formular sonido alguno. Una
cosa llevó a la otra y tres horas con veintitrés minutos y diez
segundos después, Simón pasó de ser novato a experto, aprobando
con éxito los grados uno, dos, tres y un cuarto. Isabel decidió que
todo el proceso había sido satisfactorio y que había durado seis
minutos con quince segundos, un rango normal para ser la primera vez.
Pero entonces algo sucedió. Isabel miró hacia arriba, donde estaban
sus repisas con los relojes y vio que, debido a todo el movimiento en
su cama, no solo se habían desordenado sino que había uno, el más
grande, que tambaleaba en la orilla listo para caer. Isabel dejó de
respirar y se movió con cuidado, pasando una pierna sobre el cuerpo
dormido de Simón y balanceando su cuerpo hacia el otro lado. Simón,
que en realidad estaba despierto, tomó esta iniciativa de Isabel
como una invitación para una segunda vuelta y la agarró con
firmeza, haciendo que ella se moviera hacia delante. La cabeza de
Isabel chocó contra la repisa y esto hizo que el reloj se impulsara
hacia abajo, rompiéndose en mil pedacitos y causando un ruido, para
Isabel, ensordecedor: el sonido de la muerte de un reloj...
Finaliza la próxima semana
:) entraré para ver como termina la historia
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