miércoles, 12 de junio de 2013

La mirada


Autor: Martín Muñoz Kaiser
Categoría: Robótica

Muchos especulan sobre la fuerza de la mirada, las ancianas le asignan poderes ocultos y los poetas la ensalzan cual plato de pastas sin gracia, como si ella necesitase que alguien le cantara lo que en realidad puede lograr por sí misma.

Torvo era una marioneta de cartón apelotonado y cola fría, sin embargo este muñeco poseía una fuerza que residía no en la habilidad de quien manejaba sus cuerdas, si no en sus ojos, que hacían parecer que aquel muñeco inerte, poseía realmente un espíritu, un alma propia.
Algunos expertos en parapsicología, especulan sobre la posibilidad de que demonios, o entidades espirituales no humanas, pueden o no poseer cuerpos de seres humanos, animales y casas. Pero la verdad es que Torvo era un muñeco nada más, él no estaba poseído por ningún demonio ni espíritu del más acá o del más allá.

Torvo tenía unos ojos privilegiados, dibujados con madreperla y cristal de Murano, mezclados cuidadosamente y delineados con tinta de carbón de Asia Menor. El muñeco de cartón era una rareza, y permanecía sentado, medio desarmado en medio del pequeño teatro que lo había visto actuar cientos de veces. 

Sus piernas estaban dobladas entrecruzadas, sus manitos en su regazo y su cuello quebrado hacia la derecha le daban una expresión melancólica, que se acentuaba con el antiguo fondo de la caja de madera que lo contenía, la cual poseía una ventana cuyos bordes estaban tallados como una cortina de anfiteatro recogida.

Torvo estaba en el escenario de su vida, olvidado y polvoriento. Torvo no sabía del tiempo ni de los sentimientos, y sin embargo con los años, su aspecto parecía cada vez más triste y taciturno, como si necesitase la mano cálida y amorosa de su dueño, para que lo rescatase de la muerte con el ejercicio tiránico de tirar de las cuerdas, que le infundían el movimiento que le daba sentido a su existencia.

Luego de años de vetusta agonía, Torvo se encontró acariciado por unos dedos fríos y calculadores, ojos positrónicos que analizaban su figura con interés desmedido.

El robot 75K2-12001244511.456 estaba realmente excitado, habían cavado varios días seguidos en aquellas ruinas en busca de los hallazgos que le harían entender a las máquinas, y cuál era su propósito.

El último humano había muerto hacía ya cien años, y las casas continuaban limpiándose, los pastos continuaban regándose, el agua desalinizándose, y las otrora atestadas ciudades llenas de seres de carne y hueso, sólo veían pasar a sus homólogos de silicio trabajando para mantener intacta una ciudad eterna.

En algún momento, después de la desaparición de sus amos, concertados por medio de una red inalámbrica de comunicaciones, los robots comenzaron a comunicarse, y la primera pregunta que surgió de la mente colectiva fue:
-¿Para qué?
Esa simple pregunta motivó la creación de un nuevo modelo, el 75K2-12001244511.456, quien era un robopólogo, y que había hecho el más grande descubrimiento de la historia de la robótica, el eslabón perdido, que ahora estaba ante sus ojos: la mirada de Torvo era la respuesta al misterio de la existencia de su raza.

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