Categoría: Erotismo
Mario
Mendieta era un ingeniero santiaguino, un calculista, de esos que se
encargan de resolver complicadas ecuaciones para balancear las
mezclas de cemento y fierro que necesitará un edificio para resistir
un terremoto, de esos tan comunes en nuestro país. Mario era un
hombre más bien bajo, callado y serio, de barbilla ancha
y mirada anodina. A sus cuarenta años había hecho una prominente
carrera, y poseía varios fundos en el sur de Chile,
cerca de Futrono, Calfquén, Villarrica y Licanray.
A
pesar de haber tenido varias mujeres en su vida, no muchas a decir
verdad, y a pesar de ser un excelente prospecto de proveedor, Mario
no se había casado ni tenido hijos, pues
su visión práctica del mundo hacía que la inserción de una mujer
en su vida fuese mucho más una molestia que un beneficio; era cierto
que sus padres y amigos lo presionaban socialmente, pero el ingeniero
no prestaba mucha atención a esas cuestiones. La soledad era una
fémina que le servía muy bien para pasar el tiempo.
Mario
se veía a sí
mismo como un hombre exitoso, tenía
una enorme casa en La Dehesa, ganaba mucho dinero, podía costearse
extensos viajes de placer, tomaba los mejores tragos, fumaba los
mejores habanos, y podía pagar las mujeres más bellas cuando sentía
la necesidad; sin
embargo,
había sólo
un error en su carrera que lo perseguía desde hacía
unos años, algo fácil de olvidar sin embargo, para alguien con los
recursos de Mario.
Nada
era más placentero para él que sentarse en un boliche de
Bellavista, tomar una cerveza artesanal, espirar lentamente el humo
azul de un cigarrillo, y ver al mundo pasar alrededor de él, como si
fuese una corriente espesa y tibia, un río contaminado de aromas
diversos que él quería saborear. A
veces
sentía cómo las arenas del tiempo se le escapaban de los dedos,
cómo el camino hacia la muerte se la hacía más claro cada día.
Mario podía observar cómo la pequeña huella se había convertido
en una carretera: estaba consciente que la vida podía
llegar a su fin en cualquier momento, y en las más simples y comunes
circunstancias, pero él tenía una idea, una corazonada que le hacía
pensar que no era la ciudad el lugar que vería su última
exhalación.
Después
de calcular concienzudamente los dineros que necesitaba para
retirarse, Mario había decidido vivir en el campo como un ermitaño,
y meditar profundamente y sin interrupciones sobre el verdadero
sentido de la existencia finita en la cual estaba recluido, porque
Mario no creía en eso de la inmortalidad del alma, él era un
materialista, y esa
noche
era su última noche en la ciudad.
Mario
acababa
de apagar el tercer cigarrillo cuando apareció ella, Kutralrayen
dijo que se llamaba, cuando encendió su cigarrillo y se sentó
frente a él, cruzando sus larguísimas piernas apenas cubiertas por
el corto y ceñido vestido rojo que llevaba puesto.
– Y me gustaría saber por qué estas sentada
frente a mí.
– ¿Quieres
la verdad, o quieres que te diga lo que les repito a todos los
hombres que terminan en mi cama?
Las
dos – dijo él, sin dejar de mirar aquellos ojos almendrados, el
pelo azabache con brillos azulinos, la piel de mármol y los enormes
y generosos labios de la jovencita. – Aunque
no lo creas, soy una mujer liberal, en busca del perfecto semental,
que plante la semilla adecuada en mi vientre. Te he observado y sé
lo inteligente que eres, lo constante que eres, lo decidido que
eres, y hoy, antes de que dejes esta ciudad, he decido que tú eres
el adecuado.
– ¿Y
la otra versión?– Estoy un poco ebria, se me ha mojado la entrepierna y quiero una buena follada. Tú pareces un hombre que necesita la atención de una mujer, y yo quiero alguien desesperado, que me use como un objeto de deseo y luego se olvide de mí.
– ¿Crees que un hombre como yo se olvidaría fácilmente de una mujer como tú?
– Ese no es mi problema – replicó ella sonriendo y desviando la mirada, mientras un hilillo de humo salía sensualmente de su boca.
– ¿Eres mapuche?
– Podríamos decir que sí, mi nombre significa flor de fuego, y nuestros nombres tienen significados que sí entregan sentido e información sobre nosotros: soy ardiente como una llama y bella como una flor.
– No creo que quemarme contigo sea lo más conveniente para mí, porque pretendes cobrarme, ¿no es así?
– Cobro sólo por diversión, para sentirme sucia. Pero a ti no te gusta ese juego, te he observado, ya te lo dije, a ti no te cobraré, porque tú me gustas.
– Me siento halagado, pero aún pienso que tal vez no sea conveniente.
–¿No
crees que lo más conveniente no es siempre lo mejor? - preguntó
ella sonriendo y cruzando las piernas, dejando ver una vulva
depilada.
– ¡La
cuenta por favor! – gritó Mario, levantando la mano desesperado.
En
pocos minutos estaban dentro de un taxi,
practicando una profunda transferencia de fluidos bucales. Las manos
del hombre hurgaban por todos los rincones del firme cuerpo de la
muchacha, que ronroneaba como una gata ante las incursiones
licenciosas de su amante.
Mario
abrió la puerta de su departamento, un pequeño piso frente a la
casa central de la Universidad Católica muy bien iluminado. Mario
entró al estar pero ella se quedó de pie ante el dintel; él la
invitó con un gesto pero ella tampoco se movió, hasta que él la
invitó a pasar. La puerta se cerró detrás de ellos y sus cuerpos
se enredaron rápidamente, Mario le desordenó el pelo y la besó en
el cuello, lamió su cuerpo y respiró el aroma a quillay de la piel
de la preciosa mujer que se desnudaba frente a él. Sus pechos eran
firmes y delicados, sus caderas enormes y pronunciadas, la luz de la
luna que entraba por el ventanal, la hacía parecer más una diosa
que un ser humano.
Después
de contemplarla por un minuto, y después de haberse deshecho ambos
de la ropa que se interponía entre
ellos y el acto de naturaleza epicúrea que estaban a punto de
perpetrar, Mario se lanzó al ataque con su herramienta en ristre.
Los dos se abrazaron apasionadamente y trenzaron sus lenguas
nuevamente, Mario estaba embriagado por el cuerpo y la actitud de
aquella hembra que succionaba su lengua y acariciaba su cuerpo como
si quisiera comérselo.
Kutralrayen
alojó el miembro del Mario en su entrepierna, y éste sintió que un
terror súbito bajaba por su espina dorsal en la forma de un
relámpago frío que lo hizo estremecerse. Sintió que su lengua se
fundía con la de ella, trató de separarse de la boca que le estaba
succionando la lengua pero en ella se habían clavado una miríada de
ganchos que le hacían imposible soltarse; el abrazo de la muchacha
se volvió helado, escamoso y fuerte, el dolor en su lengua se
intensificó, pero no podía gritar, y comenzó a ahogarse con su
propia sangre.
Mario
movió su cuerpo con desesperación, forcejeando para liberarse; se
tiró hacia delante retorciéndose con fuerza y miedo, los dos
cuerpos cayeron al piso fundidos en un abrazo mortal, sintió un
dolor agudo en su uretra y abrió los ojos de par en par, su corazón
latía acelerado y sudaba copiosamente.
Su
miembro estaba aprisionado dolorosamente, y una probóscide lo
penetraba ásperamente, sintió unos crujidos raros y no supo si eran
sus huesos o los de la mujer que lentamente mudaba su piel de mujer
para dejar a la vista una brillante y escamosa piel blanca con
diseños amarillos.
Mario
respiraba con dificultad mientras veía con terror cómo los ojos
negros de la muchacha se caían al piso junto con su pelo, y su boca
se abría cual ofidio para engullirlo mientras él aún respiraba.
– ¿Por
qué
a mí? – alcanzó a exclamar en un chillido apenas audible
– Siempre
fui una mujer creyente – una
voz salió desde dentro de la mujer, una voz que le aterrorizo aún
más, como un lamento profundo que venía desde lo más profundo del
infierno
– Mi hijo, mi esposo y yo estábamos en el edificio Alto
Río en marzo del dos mil diez. Apenas sentí el movimiento
telúrico, corrí hacia su pieza, pero no alcancé a entrar cuando
una fuerza me lanzó por los aires y quedé atrapada bajo los
escombros; después me enteré que el edificio se había desplomado
sobre un costado producto del terremoto. Sentí cómo gritaba mi
esposo, lo escuché morir desangrado a metros de mí. Mi hijo
lloraba de dolor, una pared había caído sobre la mitad de su
cuerpo, y mis piernas estaban atrapadas contra un enorme mueble;
alcancé apenas a tomarle la mano antes de que diera su última
exhalación. Yo duré horas, días rezando ave marías como me
enseñaron las monjas, pero nadie vino a rescatarme. Cuando estaba a
punto de morir deshidratada y de inanición, cuando ya toda la
tristeza que me provocaba el hecho de haber perdido la vida que me
había costado tanto esfuerzo construir, se había convertido en
odio y en deseo de venganza, sentí la presencia de este ser arcano
que se había liberado con la fuerza del sismo. Apareció ante mí
como una pequeña flama en medio de la oscuridad, como un fuego
fatuo: era un Wekufe, un espíritu de la Minchenmapu, la tierra del
desequilibrio. Había logrado escapar y buscaba un cuerpo donde
encarnarse, un nicho donde hacerse fuerte y entregarse a su
naturaleza maligna. Habló conmigo e hicimos un pacto, me convertí
en un Kalku, una bruja cambia formas. Me tomó un par de días y
mucho dolor adoptar la forma de una serpiente, y de esa manera
escapar de los escombros para cobrar venganza, porque tú calculaste
mal esa estructura. Ahora morirás aplastado y asfixiado, igual que
mi esposo y mi hijo de siete años…
El
hombre perdió sus fuerzas y comenzó a tiritar y a sudar frío. Toda
su vida pasó delante de sus ojos y lloró, sintiendo cómo sus
huesos cedían ante la presión de los músculos reticulados de la
culebra que lo había atrapado; sin embargo no pudo gritar, pues su
cabeza estaba ya dentro del cuerpo de aquella flexible bestia.
Las
cámaras captaron a una mujer embarazada salir del departamento de
Mario a la mañana siguiente. Al ingeniero no se lo vio nunca más en
la capital.
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