miércoles, 10 de julio de 2013

Kutralrayen

Autor: Martín Muñoz Kaiser
Categoría: Erotismo

Mario Mendieta era un ingeniero santiaguino, un calculista, de esos que se encargan de resolver complicadas ecuaciones para balancear las mezclas de cemento y fierro que necesitará un edificio para resistir un terremoto, de esos tan comunes en nuestro país. Mario era un hombre más bien bajo, callado y serio, de barbilla ancha y mirada anodina. A sus cuarenta años había hecho una prominente carrera, y poseía varios fundos en el sur de Chile, cerca de Futrono, Calfquén, Villarrica y Licanray.

A pesar de haber tenido varias mujeres en su vida, no muchas a decir verdad, y a pesar de ser un excelente prospecto de proveedor, Mario no se había casado ni tenido hijos, pues su visión práctica del mundo hacía que la inserción de una mujer en su vida fuese mucho más una molestia que un beneficio; era cierto que sus padres y amigos lo presionaban socialmente, pero el ingeniero no prestaba mucha atención a esas cuestiones. La soledad era una fémina que le servía muy bien para pasar el tiempo.

Mario se veía a mismo como un hombre exitoso, tenía una enorme casa en La Dehesa, ganaba mucho dinero, podía costearse extensos viajes de placer, tomaba los mejores tragos, fumaba los mejores habanos, y podía pagar las mujeres más bellas cuando sentía la necesidad; sin embargo, había sólo un error en su carrera que lo perseguía desde hacía unos años, algo fácil de olvidar sin embargo, para alguien con los recursos de Mario.
Nada era más placentero para él que sentarse en un boliche de Bellavista, tomar una cerveza artesanal, espirar lentamente el humo azul de un cigarrillo, y ver al mundo pasar alrededor de él, como si fuese una corriente espesa y tibia, un río contaminado de aromas diversos que él quería saborear. A veces sentía cómo las arenas del tiempo se le escapaban de los dedos, cómo el camino hacia la muerte se la hacía más claro cada día. Mario podía observar cómo la pequeña huella se había convertido en una carretera: estaba consciente que la vida podía llegar a su fin en cualquier momento, y en las más simples y comunes circunstancias, pero él tenía una idea, una corazonada que le hacía pensar que no era la ciudad el lugar que vería su última exhalación.

Después de calcular concienzudamente los dineros que necesitaba para retirarse, Mario había decidido vivir en el campo como un ermitaño, y meditar profundamente y sin interrupciones sobre el verdadero sentido de la existencia finita en la cual estaba recluido, porque Mario no creía en eso de la inmortalidad del alma, él era un materialista, y esa noche era su última noche en la ciudad.

Mario acababa de apagar el tercer cigarrillo cuando apareció ella, Kutralrayen dijo que se llamaba, cuando encendió su cigarrillo y se sentó frente a él, cruzando sus larguísimas piernas apenas cubiertas por el corto y ceñido vestido rojo que llevaba puesto.

– Mario contestó descolocado, después que ella se sentara frente él mirándolo como si fuese un conejo y ella una serpiente, a punto de abrazarlo hasta quitarle el aliento. 

– Y me gustaría saber por qué estas sentada frente a mí.
– ¿Quieres la verdad, o quieres que te diga lo que les repito a todos los hombres que terminan en mi cama?
Las dos – dijo él, sin dejar de mirar aquellos ojos almendrados, el pelo azabache con brillos azulinos, la piel de mármol y los enormes y generosos labios de la jovencita.  Aunque no lo creas, soy una mujer liberal, en busca del perfecto semental, que plante la semilla adecuada en mi vientre. Te he observado y sé lo inteligente que eres, lo constante que eres, lo decidido que eres, y hoy, antes de que dejes esta ciudad, he decido que tú eres el adecuado.
– ¿Y la otra versión?
– Estoy un poco ebria, se me ha mojado la entrepierna y quiero una buena follada. Tú pareces un hombre que necesita la atención de una mujer, y yo quiero alguien desesperado, que me use como un objeto de deseo y luego se olvide de mí.
– ¿Crees que un hombre como yo se olvidaría fácilmente de una mujer como tú?
– Ese no es mi problema – replicó ella sonriendo y desviando la mirada, mientras un hilillo de humo salía sensualmente de su boca.
– ¿Eres mapuche?
– Podríamos decir que sí, mi nombre significa flor de fuego, y nuestros nombres tienen significados que sí entregan sentido e información sobre nosotros: soy ardiente como una llama y bella como una flor.
– No creo que quemarme contigo sea lo más conveniente para mí, porque pretendes cobrarme, ¿no es así?
– Cobro sólo por diversión, para sentirme sucia. Pero a ti no te gusta ese juego, te he observado, ya te lo dije, a ti no te cobraré, porque tú me gustas.
– Me siento halagado, pero aún pienso que tal vez no sea conveniente.
–¿No crees que lo más conveniente no es siempre lo mejor? - preguntó ella sonriendo y cruzando las piernas, dejando ver una vulva depilada.

– ¡La cuenta por favor! – gritó Mario, levantando la mano desesperado.


En pocos minutos estaban dentro de un taxi, practicando una profunda transferencia de fluidos bucales. Las manos del hombre hurgaban por todos los rincones del firme cuerpo de la muchacha, que ronroneaba como una gata ante las incursiones licenciosas de su amante.
Mario abrió la puerta de su departamento, un pequeño piso frente a la casa central de la Universidad Católica muy bien iluminado. Mario entró al estar pero ella se quedó de pie ante el dintel; él la invitó con un gesto pero ella tampoco se movió, hasta que él la invitó a pasar. La puerta se cerró detrás de ellos y sus cuerpos se enredaron rápidamente, Mario le desordenó el pelo y la besó en el cuello, lamió su cuerpo y respiró el aroma a quillay de la piel de la preciosa mujer que se desnudaba frente a él. Sus pechos eran firmes y delicados, sus caderas enormes y pronunciadas, la luz de la luna que entraba por el ventanal, la hacía parecer más una diosa que un ser humano.

Después de contemplarla por un minuto, y después de haberse deshecho ambos de la ropa que se interponía entre ellos y el acto de naturaleza epicúrea que estaban a punto de perpetrar, Mario se lanzó al ataque con su herramienta en ristre. Los dos se abrazaron apasionadamente y trenzaron sus lenguas nuevamente, Mario estaba embriagado por el cuerpo y la actitud de aquella hembra que succionaba su lengua y acariciaba su cuerpo como si quisiera comérselo.

Kutralrayen alojó el miembro del Mario en su entrepierna, y éste sintió que un terror súbito bajaba por su espina dorsal en la forma de un relámpago frío que lo hizo estremecerse. Sintió que su lengua se fundía con la de ella, trató de separarse de la boca que le estaba succionando la lengua pero en ella se habían clavado una miríada de ganchos que le hacían imposible soltarse; el abrazo de la muchacha se volvió helado, escamoso y fuerte, el dolor en su lengua se intensificó, pero no podía gritar, y comenzó a ahogarse con su propia sangre.

Mario movió su cuerpo con desesperación, forcejeando para liberarse; se tiró hacia delante retorciéndose con fuerza y miedo, los dos cuerpos cayeron al piso fundidos en un abrazo mortal, sintió un dolor agudo en su uretra y abrió los ojos de par en par, su corazón latía acelerado y sudaba copiosamente.
Su miembro estaba aprisionado dolorosamente, y una probóscide lo penetraba ásperamente, sintió unos crujidos raros y no supo si eran sus huesos o los de la mujer que lentamente mudaba su piel de mujer para dejar a la vista una brillante y escamosa piel blanca con diseños amarillos.

Mario respiraba con dificultad mientras veía con terror cómo los ojos negros de la muchacha se caían al piso junto con su pelo, y su boca se abría cual ofidio para engullirlo mientras él aún respiraba.

– ¿Por qué a mí?  alcanzó a exclamar en un chillido apenas audible
– Siempre fui una mujer creyente  una voz salió desde dentro de la mujer, una voz que le aterrorizo aún más, como un lamento profundo que venía desde lo más profundo del infierno 

– Mi hijo, mi esposo y yo estábamos en el edificio Alto Río en marzo del dos mil diez. Apenas sentí el movimiento telúrico, corrí hacia su pieza, pero no alcancé a entrar cuando una fuerza me lanzó por los aires y quedé atrapada bajo los escombros; después me enteré que el edificio se había desplomado sobre un costado producto del terremoto. Sentí cómo gritaba mi esposo, lo escuché morir desangrado a metros de mí. Mi hijo lloraba de dolor, una pared había caído sobre la mitad de su cuerpo, y mis piernas estaban atrapadas contra un enorme mueble; alcancé apenas a tomarle la mano antes de que diera su última exhalación. Yo duré horas, días rezando ave marías como me enseñaron las monjas, pero nadie vino a rescatarme. Cuando estaba a punto de morir deshidratada y de inanición, cuando ya toda la tristeza que me provocaba el hecho de haber perdido la vida que me había costado tanto esfuerzo construir, se había convertido en odio y en deseo de venganza, sentí la presencia de este ser arcano que se había liberado con la fuerza del sismo. Apareció ante mí como una pequeña flama en medio de la oscuridad, como un fuego fatuo: era un Wekufe, un espíritu de la Minchenmapu, la tierra del desequilibrio. Había logrado escapar y buscaba un cuerpo donde encarnarse, un nicho donde hacerse fuerte y entregarse a su naturaleza maligna. Habló conmigo e hicimos un pacto, me convertí en un Kalku, una bruja cambia formas. Me tomó un par de días y mucho dolor adoptar la forma de una serpiente, y de esa manera escapar de los escombros para cobrar venganza, porque tú calculaste mal esa estructura. Ahora morirás aplastado y asfixiado, igual que mi esposo y mi hijo de siete años…

El hombre perdió sus fuerzas y comenzó a tiritar y a sudar frío. Toda su vida pasó delante de sus ojos y lloró, sintiendo cómo sus huesos cedían ante la presión de los músculos reticulados de la culebra que lo había atrapado; sin embargo no pudo gritar, pues su cabeza estaba ya dentro del cuerpo de aquella flexible bestia.

Las cámaras captaron a una mujer embarazada salir del departamento de Mario a la mañana siguiente. Al ingeniero no se lo vio nunca más en la capital.

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