martes, 12 de febrero de 2013

Saga del Sol. Parte I

Autora: Macarena Fabry
Cateogoría: Ideales

        Al principio, queriendo imitar a su padre, solo se trataba de coleccionar algo, y eligió los relojes porque alguien una vez le dijo que coleccionar cosas era como detener el tiempo. Pero fue justamente el tiempo el que, lejos de detenerse, comenzó a invadir cada centímetro de su vida hasta convertirse en el núcleo central que gobernaba todas sus acciones. Notaba inmediatamente al entrar a una sala si había algún reloj atrasado; el tic-tac de los segunderos penetraba en sus tímpanos como notas de una extraña y simétrica sinfonía y ya no podía pensar en nada más. Le obsesionaba el hecho de que, al parecer, había relojes en los cuales los segunderos se movían ínfimamente más lento, y otros que se adelantaban, de manera que era imposible regularlos y que todos se movieran al mismo tiempo. Soñaba con entrar a una sala donde el sonido de miles de relojes fuera un solo y fuerte “tic” seguido de un solo y fuerte “tac”. Todos los segundos de los minutos de las horas del tiempo sincronizados. Pero, lamentablemente, el hecho era que todos funcionábamos un segundo más tarde o un segundo más temprano que los otros, de manera que la sincronía se hacía imposible. Y, peor aun, significaba que el tiempo no era igual para todos y por lo tanto, relativo. Este pensamiento la horrorizaba, y fue así como empezó a recolectar cada vez más relojes que alineaba luego en repisas, sincronizando cada uno de ellos, de manera que su pieza al menos se convirtió en un gran reloj que avanzaba armónicamente entre sus tics y tacs.

A veces Isabel pasaba horas despierta mirando sus relojes y sintiendo que de alguna forma podía detener el tiempo, solo en esos instantes en los que en su mente no había nada más que el sonido de los aparatos y su vista permanecía fija en los segunderos. Volvió a reflexionar sobre estos nuevos superpoderes y sintió adrenalina al pensar en que ella podría ser la única en el mundo capaz de controlar el tiempo. Comenzó a sentir que lo único seguro en este mundo era justamente eso; el avance de los segunderos en un gran reloj que, indudablemente, en algún momento simplemente dejaría de funcionar, y entonces todo se detendría por fin. El tiempo y la vida.

Claro que esta pequeña obsesión tuvo sus consecuencias en el exterior. Isabel vivía en un pueblo chico, y como es de suponer, todos se conocían con todos y la chica era objeto de largas conversaciones entre las vecinas afuera de las casas y entre los hombres sentados en el único bar. Los pueblerinos miraban extrañados a Isabel, que de pronto se había convertido en una especie de cadáver andante, nerviosa y distraída. La gente comenzó a especular. Pensaban que quizás Isabel había encontrado alguna nueva droga que la tenía por la luna, y los sermones de los domingos iban todos dirigidos al mal del siglo XXI y a los jóvenes perdidos que caían en las garras de Satán manifestado en la pasta base, y todos miraban de reojo a Isabel, que parecía no escuchar una palabra de lo que el santo padre recitaba. Otros no le daban más vueltas y aseguraban que probablemente había tenido alguna especie de derrame cerebral. Y quedaban los que decían que eran solo cosas de la edad, y probablemente de genética, culpando a la madre de Isabel y dándose una excusa para volver a los antiguos pelambres sobre la loca del 52.

Fue por esa época cuando apareció Simón.

A Simón no le interesaban las chicas. En realidad no le interesaba nadie, y a pesar de que su amigo Diego insistía en que había algo “raro” en él, Simón sabía que no se trataba de una cosa de sexo. Las chicas en general le parecían básicas. Predecibles. Como el resto de ese condenado, absurdo y aburrido pueblo.

Es que Simón era un intelectual.

O creía serlo, al menos. Cuando comenzó a leer a Marx, estaba convencido de que el pueblo debía rebelarse, aunque no sabía muy bien de qué y casi mata de un infarto al doctor cuando lo acusó de fascista. Cuando leyó a Freud, creó un escándalo entre las señoras en la feria cuando las acusó a todas de histéricas y cuando leyó a Nietzsche pasó una semana entera encerrado en su pieza balbuceando cosas sobre el superhombre y la muerte de dios, a tal punto que su madre se vio en la obligación de llamar al curita para que le hiciera un exorcismo al pobre muchacho, porque de seguro estaba poseído. El exorcismo funcionó, porque Simón se asustó tanto al ver al dulce ancianito gritarle desenfrenado “¡Sal, demonio, Jesucristo te lo ordena!” que salió disparado de su pieza y nunca más pescó un libro del filósofo. Ahora estaba leyendo a Osho y estaba convencido de que el único camino posible hacia la luz era el de la meditación y el amor hacia el mundo. Y John Lennon.

La primera vez que Simón se fijó en Isabel fue justamente un día en el que le estaba explicando a Diego los consejos de Nithya Shanti, el último hit de los maestros hindú, que hablaba sobre la observación. Diego entonces, aburrido ya del sermón de su amigo, propuso un ejercicio de observación y elucubración. Por ahí pasaba Isabel, ignorando por completo las miradas curiosas que iba dejando por el camino, y Diego le propuso a Simón que crearan, todos los días, una nueva teoría sobre ella a partir de la observación. A Simón no le interesaba mucho la chica en cuestión, pero el juego le pareció saludable para la mente y se propusieron escribir un diario de teorías, que luego publicarían bajo el título “Las mil personalidades de Isabel” o algo menos clínico que eso. Así, llegaron a crear una serie bastante contundente de teorías. Se imaginaban a una Isabel calculadora, tomando notas para escribirlas en un diario de vida en el cual tendría a todos los pueblerinos personificados. O a Isabel con 105 muñequitas de vudú. Isabel planeando poner una bomba en la iglesia, Isabel viviendo sola y rodeada de gatos a los cuales les faltaba el ojo izquierdo, y así, Isabel niña, Isabel sado—masoquista, Isabel adicta a los desinflamatorios, Isabel viviendo con el esqueleto de su padrastro bautizado Rubén.

Pasó un buen tiempo antes de que Simón se animara a hablarle a la Isabel de verdad. Ella estaba mirando la puesta de sol, como todas las tardes, en el pequeño monte que había al final de la calle principal. Subía ahí todos los días solo con su reloj pulsera, y contaba los segundos que pasaban a medida que la luz iba disminuyendo progresivamente. Era el único minuto del día en el que Isabel podía respirar hondo y relajar los músculos, porque se había dado cuenta de que, aunque todo lo demás fuera asimétrico, la cantidad de luz que desaparecía era exactamente perpendicular a la cantidad de segundos que contaba su reloj, y se le había metido en la cabeza que ese momento del día era el mejor para probar sus poderes. Imaginaba que sería capaz, en algún minuto, de detener la luz, de hacerla durar aunque fuera un par de segundos más, y a ratos creía lograrlo. Estaba entonces en eso cuando Simón la vio desde la calle y sintió que ya no podría crear una sola teoría más. Su cabeza quedó en blanco y decidió subir. No sabía muy bien a qué, pero en el peor de los casos, si no se le ocurría nada que decir, podría ponerse a recitar poemas de Zurita, o a reflexionar sobre algunos pasajes de la biblia.

Pero al terminar de subir el cerro y al encontrarse con la mirada curiosa de Isabel, Simón quedó mudo. Nunca supo si fue la forma en que el pelo de Isabel caía naturalmente sobre sus hombros o si fue su cara, por primera vez en meses llena de expresión, lo que lo cautivó, pero el hecho es que no pudo formular palabra y cualquier pensamiento quedó silenciado ante el único e irrefutable: Isabel era linda. Ella, por su parte, al principio se sintió invadida por la presencia de Simón. Pero en un momento, las nubes se abrieron y dejaron pasar algunos rayos del sol que cayeron sobre la cara del chico, y sintió como si fuera una señal, y supo que era un enviado del cielo, un ángel quizás, que venía a reafirmarle lo que llevaba pensando hacía un tiempo: ella era una elegida. Quizás fue por eso que no le sorprendió que Simón no hablara nada y sin pensarlo mucho, Isabel se le acercó y le dio un beso.

Esto jamás lo habría admitido Simón, pero ese fue su primer beso, y si ya estaba mudo, este hecho lo dejó sin posibilidad de formular sonido alguno. Una cosa llevó a la otra y tres horas con veintitrés minutos y diez segundos después, Simón pasó de ser novato a experto, aprobando con éxito los grados uno, dos, tres y un cuarto. Isabel decidió que todo el proceso había sido satisfactorio y que había durado seis minutos con quince segundos, un rango normal para ser la primera vez. Pero entonces algo sucedió. Isabel miró hacia arriba, donde estaban sus repisas con los relojes y vio que, debido a todo el movimiento en su cama, no solo se habían desordenado sino que había uno, el más grande, que tambaleaba en la orilla listo para caer. Isabel dejó de respirar y se movió con cuidado, pasando una pierna sobre el cuerpo dormido de Simón y balanceando su cuerpo hacia el otro lado. Simón, que en realidad estaba despierto, tomó esta iniciativa de Isabel como una invitación para una segunda vuelta y la agarró con firmeza, haciendo que ella se moviera hacia delante. La cabeza de Isabel chocó contra la repisa y esto hizo que el reloj se impulsara hacia abajo, rompiéndose en mil pedacitos y causando un ruido, para Isabel, ensordecedor: el sonido de la muerte de un reloj...

Finaliza la próxima semana

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